Marketing electoral: la conquista del voto

El 26 de septiembre de 1960, a las 19:30, el Vicepresidente de los EEUU, Richard Nixon, llegaba a los estudios de CBS en Chicago montado en un Oldsmobile, buque insignia de la General Motor. Un cuarto de hora después llegaría un joven John Fitzgerald Kennedy, senador por el partido demócrata y aspirante, al igual que Nixon, a la presidencia del país. Ese día celebrarían el que a la postre ha sido el debate electoral más estudiado e importante de la historia de la comunicación política. Este debate tenía una peculiaridad respecto al resto de debates electorales y que quizás haga entender la relevancia que ha adquirido: era el primer debate que se retransmitía por televisión en EEUU y tenía lugar en el país más poderoso del mundo.

Richard Nixon había sido operado de la rodilla pocos días antes; además, se la golpeó con la puerta del coche antes de llegar al estudio y tenía fiebre. Por si no fuera suficiente, en consonancia con sus valores conservadores, rechazó ser maquillado. En el debate se puede observar cómo Nixon muestra una postura rígida, se encuentra incómodo y está sudoroso.

Kennedy, en contraposición, llegó bronceado por las jornadas de campaña electoral a lo largo del país durante el verano. Acudió, a diferencia de Nixon, a la sesión preparatoria a la que el moderador, Howard K. Smith, había invitado a ambos candidatos: estudió cómo sentarse, a dónde mirar y cómo sonreír.

El debate fue tan importante para la historia de la comunicación política por la disparidad de valoración que hubo entre aquellos que vieron el debate por tele- visión, que consideraron que Kennedy había barrido a Nixon, y aquellos que lo escucharon por la radio, que percibieron al vicepresidente de forma mucho más convincente que al joven senador demócrata. Dicha experiencia llevó a los expertos en comunicación política a utilizarla para estudiar y afirmar la importancia de la comunicación no verbal, la comunicación para-verbal y la telegenia.

Este debate, además, supone un punto de inflexión en la clasificación de las campañas electorales, si seguimos el modelo propuesto por Pipa Norris (2004), que las

clasifica en campañas premodernas, modernas y posmodernas. Las premodernas irían desde la aparición de los sistemas liberales en el s. XIX a mediados del s. XX. Las campañas modernas arrancan en 1960 y duran hasta los años 90 y de aquí a la actualidad entraríamos en la etapa pos- moderna.

Suele ser tarea de los historiadores establecer una fecha para determinar un cambio de época o de ciclo. Normalmente, detrás de esa fecha se esconde algún tipo de cambio transcendental que diferencia el periodo anterior del posterior. En la clasificación que hace Fernand Braudell (1949) del espacio temporal en la historiografía, el tiempo corto está determinado por los hechos o sucesos, el tiempo medio por la

pervivencia de una determinada coyuntura y el tiempo largo por estructuras profundas de la sociedad que solo cambian con el paso de los siglos. Siguiendo al que fue máximo representante de la segunda generación de la escuela historiográfica de los Annales, podemos plantear que a me- diados del s. XX la coyuntura que explicaba la comunicación política estaba cambiando. Con la llegada de la televisión la irrupción de los medios de comunicación de masas estaba llegando a su punto álgido, lo que abriría una serie de oportunidades a los candidatos políticos, que simplemente antes no existían. Ahora se podía hablar a millones de espectadores y se podía perder unas elecciones por no cuidar la imagen que uno proyecta.

Sin embargo, fue unos años antes cuando este cambio se empezó a producir; señala Gilles Achache (2008) que fue Eisenhower el primer candidato a la presidencia estadounidense que contrató agencias de publicidad que, a su vez, usaron técnicas de investigación política de mercados para segmentar al electorado estadounidense y conseguir que sus mensajes políticos fueran más eficaces. Desde entonces, y tal como subraya Achache, la implicación de la mercadotecnia en la comunicación política se ha ido incrementando paulatinamente. Nacía así el marketing político.

El marketing es definido por la Real Academia Española como mercadotecnia. Sin embargo, la Asociación Americana de Marketing plantea una definición más extensa e interesante: “Una actividad, conjunto de instituciones y procesos para crear, comunicar, entregar y cambiar las ofertas que tengan valor para los consumidores, clientes, asociados y sociedades en general”. La esencia del marketing sería, por tanto, crear un valor que permita aumentar el volumen de ventas de objetos y servicios.

Cotteret (1995) define el marketing político como “el conjunto de técnicas comunicativas que dispone un partido o un político para intentar modificar la opinión y comportamiento de los electores para ser elegido y obtener los máximos votos posi- bles, es decir, acuerdo entre los gober- nantes y los gobernados y cambio de información entre estos, a través de canales de información”.

¿Pero qué relaciona al marketing y a lo político?, ¿cómo se ha producido esta aplicación del marketing a la comunicación política?, ¿qué ventajas ofrece frente a modelos de comunicación política anteriores como la propaganda o el diálogo político?

En primer lugar, me gustaría señalar que la aplicación de técnicas propias de mercados –procedente de EEUU– al ámbito de la comunicación política y electoral es la tendencia mayoritaria en los sistemas políticos del mundo occidental; es lo que Swanson y Mancini (1996) llaman americanización de la política y que posterior- mente fue ratificado por Hallin y Mancini (2004), refiriéndose especialmente al modelo americano de elecciones políticas. Sin embargo, este modelo, basado en el marketing político, aún tiene mala prensa, ya que hay una parte de la sociedad que no entiende que se pueda vender a un político o a su programa de la misma forma que se venden lavadoras. Evidentemente esto es una forma reduccionista y casi ridícula de entender el marketing político.

El marketing como ciencia de mercados tiene sus orígenes a principios del s.XX y es consecuencia directa de la Revolución Industrial y del desarrollo del modelo capitalista. El capitalismo basa su propia esencia en un crecimiento continuo y en la competencia de las empresas. Bajo estas premisas se desarrolló una conquista de nuevos mercados a través del imperialismo del s.XIX y principios del s.XX. Pero ni todas las potencias industriales tuvieron el mismo acceso a estos nuevos mercados, ni las que sí que lo tuvieron estaban dispuestas a ignorar un mercado interno que, estimulado por los recursos extraídos de los países colonizados, se tornaba cada vez más pujante y suculento.

La mercadotecnia trata de reconfigurar este mercado interno que hasta entonces se había abordado como un todo homogéneo. Esta reconfiguración se basa en dividir el mercado en segmentos, grupos de personas con intereses y realidades con- cretas que las diferencian del resto de personas que componen los demás segmentos. Tal segmentación permite a las empresas ajustar sus productos a las necesidades e idiosincrasias del público al que se dirigen, mejorando el proceso de venta de bienes y servicios y, como consecuencia, la competitividad de las empresas, su supervivencia y el dominio sobre un mercado tremendamente disputado.

Para conseguir dividir este mercado interno en grupos diferenciables, la mercadotecnia se ha abrazado a técnicas propias de otras disciplinas, como son los sondeos demoscópicos o las regresiones múltiples, propios de la sociología o de la estadística. En un principio, a través de análisis cualitativos en focus group, se hace una primera aproximación a los intereses y opiniones de cierto segmento de la población; posteriormente, se comprueba la fiabilidad de las respuestas iniciales mediante análisis cuantitativos en forma de encuestas. Si tienen suficiente base muestral, estos sondeos pueden llegar a tener más de un 95% de predictibilidad, lo que los convierte en estadísticamente significativos.

Pues bien, es precisamente esta capacidad que tiene el marketing de diferenciar el cuerpo social a través de la segmentación demoscópica la que lo hace atractivo al mundo de la política y la que lo convierte en una pieza clave en el momento culmen del ciclo político: la campaña electoral. No se trata ya de hablar a un público genérico, sino de conocer a tu votante potencial y adecuar tus mensajes a sus necesidades y formas de ver el mundo. También se trata de representar una imagen que esté en concordancia con

los valores del público al que se dirige. Quizás la figura más interesante que ha estudiado estos campos de valores sea el asesor del partido demócrata George Lakoff (2004), cuando puso de manifiesto cómo los republicanos estadounidenses se identifican con un modelo de familia autoritaria y firme que no se correspondía con la inseguridad que mostraba Nixon aquel 26 de septiembre de 1960.

Resulta claro, por tanto, que es en las citas electorales cuando el marketing tiene más que aportar, hasta el punto en que hoy sería difícilmente pensable una estrategia electoral que no se base en el marketing político. Propuestas de estrategias electorales hay muchas: Sanchís y Magaña (1996); García, Slavinsky y D’Adamo (2001); Napolitano (2011), etc. Mención especial merece la magna obra de carácter colectivo publicada en el 2016 por la Universidad Camilo José Cela con el nombre de Consultoría Política.

Bebiendo de varios de estos autores y autoras podríamos plantear, de forma muy esquemática, una estrategia electoral que estuviera organizada en torno a tres grandes fases temporales: La primera estaría centrada en realizar una investigación y análisis del punto de partida en la que se encuentra el partido y el candidato o candidata. En la segunda fase se plasmaría una estrategia para abordar la campaña electoral. La tercera sería la implementación de esta estrategia.

En la primera fase procederíamos a recopilar todos los datos publicados, realizaríamos encuestas propias para comprobar el conocimiento de la marca y de la cabeza de lista; los atributos del candidato o candidata; conocer los problemas de la población; estudiar el ecosistema electoral, elaborando un perfil del votante que diferencie al votante del partido del votante indeciso, del abstencionista, etc.

En función de estos datos realizaríamos una propuesta estratégica, orientada a reforzar a los votantes que componen nuestro suelo electoral, movilizar a los abstencionistas y ganar espacio electoral a los partidos que compiten por nuestros mismos electores (el votante indeciso). Para abordar esto hacemos una segmentación de cada uno de estos grupos y procedemos a establecer la estrategia comunicativa para impactar lo máximo posible en cada uno de ellos. Es decir, los mensajes de la campaña van a adaptar su contenido en función de a quién se dirijan y lo mismo se podría decir en cuanto a la emotividad. También segmentaríamos el territorio por zonas afines, en disputa y zonas poco propicias.

En la tercera fase procederíamos a aplicar todo lo establecido y a realizar las correcciones pertinentes. Para saber si la campaña está teniendo éxito podríamos hacer un tracking, un sondeo continuado en el tiempo, que nos vaya informando si estamos consiguiendo alcanzar a nuestro público objetivo. En función de los datos obtenidos vamos adaptando nuestra campaña.

La aparición de las redes sociales, de la geolocalización y el uso de cookies ha generado una cantidad ingente de datos sobre el votante, es lo que se conoce como Big Data. Esto ha permitido la realización de campañas digitales que se basan en la microsegmentación, posibilitando la transmisión de mensajes cuasi personalizados. Esta técnica se ha desarrollado en EEUU y desde allí se ha extrapolado a nuestro país de la mano de Jim Messina, asesor de Obama, en las elecciones ge- nerales del 2015 para el Partido Popular de Mariano Rajoy. De nuevo el PP hizo uso de esta técnica para la campaña autonómica del 2022 en Castilla y León.

Aunque hemos visto la potencialidad de una buena segmentación, hay momentos en la que puede resultar menos efectiva. En situaciones excepcionales, como cuando se produce la aparición de una

Hoy sería difícilmente pensable una estrategia electoral que no se base en el marketing político.

nueva fuerza electoral, es normal que haya pocos o ningún dato de recuerdo de voto y tendencias electorales pasadas, además puede ocurrir que su techo electoral no haya sido aún descubierto. En estos casos puede ser más relevante apelar a un votante tipo medio para tratar de conformar una mayoría de gobierno.

Un ejemplo de esto lo tenemos en el spot de campaña de Podemos en las elecciones generales de 2015: “Maldita casta, bendita gente”. Este spot es un claro ejemplo de cómo el primer Podemos intentó ensanchar su base electoral apelando al voto de castigo. A tenor de los más de cinco millones de votos que obtuvieron se puede concluir que tuvieron bastante éxito. En este caso la estrategia no era tanto dividir a la población en segmentos, sino crear el prototipo de un español medio: familia de clase media, autónomo, perjudicados por la crisis, que no tengan un voto fijo (han votado a diferentes partidos en diferentes ocasiones), de mediana edad, amantes del fútbol, etc. La estrategia se ve clara, con- quistar el centro político como clave para acceder a la Moncloa.

Mucho ha llovido desde aquel debate presidencial de 1960 y, aunque aún existen reticencias, parece claro que el marketing político ha cambiado las reglas del juego electoral. Ya sea a través de la microsegmentación, que tanto impacto está teniendo en el marketing electoral actual, o apelando a un votante tipo, como hizo Podemos en 2015, el marketing político se basa en analizar, investigar al electorado y trazar estrategias para conseguir el horizonte de cualquier partido político: La conquista del voto.

Jorge Lucena
Doble Máster de Comunicación Política y Márketing Político. Subcampeón del Mundo de Discursos

emkNews · Número 41 · Marzo 2023

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