La comunicación política a examen

“Una de las características más notorias de la herencia cultural de la modernidad, y que experimentamos en el momento presente, es su alto grado de ambigüedad”. Con esta tesis los profesores Montoya Camacho y Giménez Amaya inician su obra Encubrimiento y verdad. Algunos rasgos diagnósticos de la sociedad actual, publicada en 2021, un exhaustivo diagnóstico de la sociedad actual, cuyo paradigma es la idea de progreso humano como centro de la historia. Tesis que supone la ruptura con la tradición y que propicia una visión alternativa de una civilización inédita.

Es cierto que los cambios señalados son inseparables, en muchos aspectos, de un avance exponencial de la tecnología. Pero sería reduccionista considerar que el advenimiento de ese tipo de “avances” es la única causa de la irrupción de tal paradigma. Más bien constatamos la aparición de otros fenómenos, cuya génesis no es debida per se al influjo del paradigma tecnológico, aunque no cabe desdeñar su influencia. Y como buena muestra de ello, cabe destacar la impronta de tales cambios, cuando afecta a un concepto de tanta amplia onda expansiva y, al mismo tiempo, tan difuso como es el de comunicación política.

En efecto, como bien señala Juan Francisco Polo en su obra La comunicación efímera (2019), la comunicación entendida como la necesidad de influir en el otro que experimenta el ser humano, y la tecnología, concebida como la potencia para ampliar y multiplicar su impacto, están intrínseca-

mente unidas. Pero es difícil determinar la relación causa-efecto entre ambos conceptos; hasta el punto de que habría que poner en cuestión la creencia generalizada de que es la tecnología la que cambia la comunicación. En muchas ocasiones ocurre precisamente todo lo contrario: es la comunicación, en tanto que manifestación de una necesidad humana, la instancia que determina los avances tecnológicos, cuando se quiere llegar más lejos, con mayor inmediatez o ampliar la audiencia; preguntas (perfil emergente); o un drama, como en los mítines enfervorecidos o en las manifestaciones callejeras que protestan a coro, en abierto conflicto con las autoridades; o bien una tragedia, como en los comicios que acaban con un vuelco electoral, en los que –como consecuencia de exigencias ligadas a una mayor difusión por razones económicas, políticas, sociales, e incluso belicistas.

¿En qué consiste la comunicación política? Una de las formas más socorridas para explicar su naturaleza es recurrir a la metáfora del teatro (…) Esta metáfora teatral es muy sugerente e ilustrativa. Pero es sólo una metáfora, porque ni la política es puro teatro ni el teatro es sólo política.

LA NATURALEZA DE LA COMUNICACIÓN POLÍTICA

¿En qué consiste la comunicación política? Una de las formas más socorridas para explicar su naturaleza es recurrir a la metáfora del teatro, como hacen, por una parte, Luis Arroyo en su libro El poder político en escena (2012) y, por otra, Enrique Gil Calvo en su obra Comunicación política. Caja de herramientas (2018). Ambos modelos, que han merecido numerosas citas de la literatura especializada, incorporan en nuestra imaginación los elementos que componen el arte de Melpómene y Talía, musas de la tragedia y la comedia: el escenario, el público, los actores, la función, los autores del libreto y el repertorio de obras en pro- grama. Tomando como referencia esos elementos, imaginaremos ahora, bajo esa imagen, el conjunto de actividades políticas. Su escenario típico en un primer momento estaba constituido por el Parlamento en la democracia representativa, siendo sus precedentes la corte regia en el Antiguo Régimen, y, más atrás en el tiempo, el ágora de la polis en la Antigüedad clásica. Y en la actualidad, los mass media (prensa, radio y televisión) y los new media (Twitter, Facebook). No obstante, tan importante como el escenario visible es su tramoya oculta: el back-stage entre bastidores tras las bambalinas, allí donde se cocinan a puerta cerrada, y entre unos pocos sujetos, los grandes acuerdos negociados bajo cuerda de la política en penumbra. Puede valer de

ejemplo, como muestra de lo anterior, las negociaciones que asumen los jefes de gabinete de los candidatos políticos, con intención de fijar los temas, tiempos, modos, etc. a tratar en los debates electorales, que se retransmitirán con posterioridad a través de todo tipo de soportes audiovisuales.

Continuemos con los componentes teatrales. El público está compuesto por la ciudadanía, tanto si se abstiene como si asume un rol comprometido y participa en la obra. Me estoy refiriendo a los electores, los votantes, los militantes, los activistas, los manifestantes; en definitiva, todos cuantos secundan y siguen la puesta en escena de la política animándola con silbidos y palmas, aplausos y abucheos, ovaciones y protestas, etc. Su papel es fundamental, pues sin público, o con esca- sos espectadores, la función decae. En cambio, si triunfa con apoteosis, entonces el público entra en trance colectivo y se genera la tan pretendida catarsis.

Pero las grandes estrellas del teatro son los actores, los intérpretes, con quienes se identifican los espectadores, es decir, los líderes políticos y sus respectivos séquitos partidistas que se reparten los papeles protagonistas, agonistas y antagonistas escenificando un enfrentamiento dramático en el entarimado, bajo la máscara del poder y la oposición.

La función que se representa puede ser una comedia, como en los eventos ceremoniales o inaugurales, con profusión de cámaras, micrófonos, declaraciones y ruedas de prensa para responder a preguntas (perfil dominante) o sin conceder haber irrumpido con inusitada fuerza el paradigma de la democracia aritmética– asistimos a una proliferación de herramientas virtuales como las “calculadoras de pactos postelectorales”, encaminadas a propiciar que los usuarios de las mismas realicen sus propias combinaciones en torno a qué fuerzas políticas pueden formar gobierno. En este escenario, deja de ser válido el aserto que, en forma de chas- carrillo, se decía en las noches de recuento electoral: “todos dicen haber ganado”. Más bien sucede todo lo contrario: un significativo número de contendientes re- conocen la derrota (distinto será que afronten dimisiones), y sólo son dos grupos de candidatos políticos los que predican a los cuatro vientos que han ganado: unos porque ciertamente han conseguido una mayoría suficiente que les legitima para iniciar consultas con vistas a formar gobierno, y otros porque se saben influyentes para marcar el rumbo de la futura legislatura.

Pero aquí no acaban los géneros teatrales, pues a poco que nos planteemos qué cabe esperar de esa futura legislatura, podemos dar cabida a discursos sesudos y convincentes expresados durante el periodo de sesiones o, por el contrario, dar paso a una tragicomedia, un melodrama lacrimoso o una ópera bufa, donde las actuaciones histriónicas, como bravucones o polichinelas, tienen su asiento, mientras el público los corea entre risotadas y broncas cruzadas sin tomarse la función al pie de la letra. Entretanto, los autores del libreto permanecen agazapados en la penumbra de la concha del apuntador, supervisando a sus pupilos que deambulan como marionetas por el proscenio, y queriendo creer

que son ellos quienes manejan a distancia los hilos que mueven a sus títeres. Me refiero, claro está, a quienes configuran la comunicación política por antonomasia: estrategas, ideólogos, spin doctors, gurúes, dircoms, asesores de imagen, consultores políticos, intelectuales orgánicos y demás asesores expertos en el denominado “marketing político”.

Y nos queda, por fin, el repertorio de la compañía de comediantes que recorre el escenario de la política con sus papeles aprendidos de memoria, siempre dis- puestos a cambiar tanto de personaje como de registro interpretativo. Un repertorio que constituye toda una caja de herramientas retóricas, hecho de discursos y rituales (basta recordar, es fácil que vengan a la memoria los actos de despedida de ministros que entregan su cartera a quien les sucede en el cargo); de relatos y encuadres (las crónicas parlamentarias), de acontecimientos y performances: los actos de toma de posesión de los nuevos cargos públicos, en los que se promete honradez, para que luego una vez transcurrido un tiempo puedan salir a la luz pública falsedades, fraudes, amiguismo y prevari- cación de los nuevos cargos públicos.

Como se puede apreciar, a tenor de lo expresado, esta metáfora teatral es muy su- gerente e ilustrativa. Pero es sólo una metáfora, porque ni la política es puro teatro ni el teatro es sólo política. La segunda tesis cae por su propio peso: la riqueza artística del teatro no se mide por su sustrato político.

En cambio, la primera tesis, si bien no suele ser verdadera, no por ello deja de ser verosímil, en cuanto que, en alguna ocasión, en efecto, es real. Y como muestra de ello, cabe mencionar la parafernalia que sigue a tantos candidatos políticos –con un séquito que se abre paso a su vera, y que va pertrechado de una nube de cámaras y de micrófonos–, aunque el protagonista en cuestión posea un escuálido bagaje humano y profesional, pero no así de vanidad.

Si la política fuese puro teatro, como algunas voces afirman, sería particularmente complicado tomárnosla en serio y atribuir responsabilidades a quienes conforman la escenografía política, lo que además supondría, en no pocos casos, una verdadera tragedia, por cuanto desatendería a los marginados infelices, incapaces de valerse por sí mismos y por sus propios medios en un mundo que los margina de las candilejas, en el escotillón del escenario, sin luces, a oscuras y sin relevancia alguna. Y se deja que los fuertes se hagan con el escenario y la partitura.

HACIA UNA REINVENCIÓN DE LA COMUNICACIÓN POLÍTICA

La comunicación política –al prestar excesiva atención, a veces incluso sólo, a de- talles insulsos y accidentales– corre el riesgo de caer en un esnobismo, ya que atesora como intención dominante la de atraer la atención de los electores y pescar en nuevos caladeros de votantes. Eso supone en ocasiones una tendencia en muchos asesores dedicados a estos menesteres a dejarse llevar por la frivolidad y la superficialidad, proyectando en los líderes políticos una imagen pública artificial, con un rostro terso y rígido que ha sido almidonado con bótox, y que refleja lo falso, lo espurio, la máscara representativa alejada de la naturalidad y la sencillez; y que por mucho que suscite un reclamo mediático inicial, e incluso una perfección en el escenario, acabará generando entre la ciudadanía una mayor desafección política, si cabe, cuando compruebe que detrás no hay más que tramoyista y que todo es falso: cartón y bambalinas.

Desde estas páginas quisiera abogar por una reinvención a gran escala de la comunicación política, que contribuya a generar una revitalización de la acción política con un calado ético: entre otras cosas, decir la verdad. Ello supondrá, en primer término, apostar sin fisuras por la formación integral de los lideres políticos; y, en segundo término, tomar como horizonte de reflexión el bien común, superando ese pragmatismo rutilante, pero carente de sustancia, que nos inunda, y que genera rechazo y animadversión, porque en el fondo lo que importa al político es él mismo. En efecto, el pragmatismo –cuando se termina instalando en la comunicación política– carga las tintas en torno al impacto electoral de cualquier medida política, de cualquier gesto, de cualquier eslogan; y, como no podía ser menos, da pie a una singular ambivalencia: por una parte, suscita que los candidatos políticos o los cargos electos a los que se asesora pronuncien largas peroratas, que terminan provocando un inevitable hastío entre los electores; y por otra, propicia un silencio deliberado en relación con ciertos temas controvertidos, que por ser considerados “políticamente incorrectos” quedan excluidos del debate público en un momento dado.

Quienes actúan de este modo, cuanto menos interesado e incluso sectario, privan a la opinión pública del juicio que pudieran merecer determinadas decisiones políticas y, al mismo tiempo, cercenan el derecho a la legítima discrepancia política; derecho, conviene recordar, cuya titularidad recae en los ciudadanos que desempeñan su participación política en una sociedad que aspira a ser democrática, no sólo de un modo nominal, sino con todas las consecuencias. Porque si el ciudadano no puede hacerse una opinión cierta por ocultamiento de la verdad, en realidad se le está sustrayendo de la compartición de la cosa pública y, en consecuencia, de su deber participativo: entonces la democracia se corrompe y derrumba, y deviene en oligarquía como paso previo a una anarquía.

Ginés Marco Perles
Director del Máster Universitario en Marketing Político y Comunicación Institucional. Decano de la Facultad de Filosofía, Letras y Humanidades. Universidad Católica de Valencia
emkNews · Número 41 · Marzo 2023
EMK Expertos en Marketing y Comercialización del Consejo General de Colegios de Economistas

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