Los precios del aceite de oliva en alza: la crisis detrás de los memes

Con casi total seguridad en los últimos meses ha recibido varios memes haciendo mofa o crítica escandalizada de los precios exorbitados de los aceites de oliva presentes en los lineales. Algunos proclaman sarcásticamente haber cambiado su tradicional desayuno de tostada con aceite de oliva por un montadito de caviar beluga por el mismo precio. Otros muestran su sorpresa al encontrarse en los lineales botellas de aceite con alarma, cual botella de alcohol de marca de moda o un vino gran reserva.

Detrás de estos chistes más o menos graciosos está la realidad de que el sector nacional de aceite de oliva acumula dos campañas de altas cotizaciones, que han provocado unos precios finales nunca registrados en España. Obedecen a la baja producción de 665.800 t en la campaña 2022/2023 y unas previsibles 800.000 t para 2023/2024. El creciente nivel de precio registrado por el aceite de oliva en la campaña pasada resultaba en gran medida de las negativas previsiones sobre la elaboración de aceite de oliva en España para la campaña que entonces acababa de iniciarse. La actual campaña de recolección que finaliza en marzo destaca de nuevo por una reducida producción nacional, lo que con total seguridad traerá consigo bajadas en la demanda durante todos los meses, al menos hasta el inicio de la siguiente campaña allá por el mes de noviembre del presente año.

Mientras tanto, es muy probable que se den leves altibajos en las cotizaciones en origen que afecten poco en el precio del producto en el lineal, dependiendo mucho de la posible llegada de lluvias y las condiciones meteorológicas que se den en los momentos claves de floración y germinación del fruto. Lamentablemente desde el exterior no se esperan buenas noticias. Esta incertidumbre de cara a este ejercicio se potencia aún más por los previsibles descensos de la producción mundial, pues ninguno de los principales países productores de aceite de oliva espera buenas cifras.

Es evidente que son muy pocos los consumidores –apostaría que ninguno si no tienen vinculación directa con el sector– los que recuerden que en el verano de 2020, cuando la pandemia nos daba un respiro, los olivareros sufrían una insoportable situación de bajos precios, en la mayoría de los casos incluso por debajo de coste. Efectivamente, si miramos la situación con algo de perspectiva, en los últimos quince años alternan periodos de bajo precio con subidas más o menos significativas dependiendo siempre del mismo factor: las condiciones meteorológicas vividas durante la campaña. De ahí que sea recurrente en medios de comunicación y en la opinión pública esgrimir como principal motivo de la actual escalada de precio la pertinaz sequía que lleva sufriendo la principal zona productora de aceite de oliva del mundo, esto es, el valle del Guadalquivir y su entorno. De hecho, no son alarmistas los mensajes que pronostican una vuelta a los cortes de agua para el con- sumo humano (en la agricultura ya se lle- van sufriendo desde hace meses) en un plazo corto de tiempo, similar a anteriores periodos largos de sequía como los vividos en los noventa del siglo pasado.

Pero si tenemos en cuenta que esta sequía es generalizada, ¿por qué es precisamente el aceite de oliva el único producto que ha aumentado su precio en más de un 150% desde hace dos años? La cuestión nos debería llevar a pensar que ha de haber más razones que contribuyen a esta escalada de precios, y que éstas vienen de varios frentes.

Por un lado, se encuentra el sector productor, atomizado, con reducida capacidad para intervenir en el mercado, y salvo honrosas excepciones de agrupaciones de cooperativas, más orientado hacia el rendimiento de la aceituna que por la calidad de su zumo. Es evidente que la opacidad de un mercado dominado por intermediarios (denominados popularmente “corre- dores”) contribuye a la habitual volatilidad de precios de este producto.

Mientras la producción sea menor que la oferta, al sector productivo más o menos le salen las cuentas, tensionando la elasticidad de la demanda con precios cada vez más altos hasta que cuadre con la cantidad de litros en stock hasta la próxima campaña. Pero la historia nos demuestra que de “lo poco sobra y de lo mucho falta”. Es decir, si la oferta corta no sale de manera regular a abastecer el consumo, puede darse la grave circunstancia de que todo el sector pierda, unos por falta de abastecimiento que les haga ser competitivos, y los que guardan por perder los únicos clientes próximos y viables que les queda. En definitiva, en esta visión cortoplacista la producción puede contra el marketing, abandonando los propósitos de construcción de valor en los que tanto se ha invertido cuando era necesario hacer crecer la demanda ante una mayor oferta.

Esta actual situación es aterradora para el segundo agente en cuestión. La industria envasadora lleva acumulando malos resultados en este periodo, soportando grandes tensiones al no poder trasladar los precios de compra y de transformación al precio

de venta. Sirva de ejemplo las pérdidas de 34 millones de euros en el anterior ejercicio de Deoleo, empresa referente mundial del sector con marcas dominantes en todos los mercados principales (Italia, España y Estados Unidos). Se trata de una industria que mayoritariamente alimenta una visión commodity del producto, a través de permanentes promociones agresivas en precio, que no dejan espacio para la creación de valor de producto y marca, más allá de los grandes números en rojo atrayente con los que se muestran en las frecuentadas puntas de góndolas de los principales establecimientos de la distribución alimentaria.

Muchas de estas compañías defienden esta práctica con la percepción de ser victimas de la tiranía de la gran distribución, conocedoras éstas de que el aceite de oliva funciona como un producto reclamo poderoso, y más preocupadas por hacer crecer la marca propia que por aportar valor al producto. Es sintomático que, a pesar de ser el país líder en producción de aceite de oliva y en consecuencia, el más interesado en hacer incorporar valor a este producto, la MDD supere el 56% de cuota de mercado en volumen en el 2023 en España, según datos publicados por Nielsen.

En este enredo de intereses también se encuentra la administración pública. Su obligación estratégica de capitalizar el liderazgo de España en el mercado del aceite de oliva ha estado (y sigue estando) sometida a presiones y compromisos de entidades sociales e instituciones sectoriales, viéndose en la necesidad política de desarrollar una comunicación con mensajes generalistas e incluso confusos, donde todos se sienten cómodos, pero obvian al consumidor final.

Si algo queda claro en esta trama es quién ejerce el papel de víctima: el consumidor final, en su esquizofrenia actual, en su constante búsqueda de tesoros sibaritas, y a su vez, agente banalizador del producto en su engañosa creencia de compra inteligente.

A pesar de ser el producto con más normativa de la Unión Europea para regular sus calidades, el desconocimiento generalizado por parte del consumidor sobre cuáles son los criterios que determinan la calidad de un aceite de oliva, hace que pivote entre envases sofisticados para darse un capricho, y presentaciones espartanas con la que satisfacer su ego racional. En ambos casos, se supone que el contenido está a la altura de sus expectativas. Aquí se evidencia la proclama constante de las organizaciones de consumidores, en la que equiparan al consumidor desinformado, con el consumidor timado.

La red tejida año tras año de intereses compartidos de los agentes de la cadena no busca hacer pedagogía, todo lo contrario, provoca más confusión, de modo que el consumidor no tiene claro qué está comprando cuando elige una botella de aceite de oliva virgen extra, de aceite de oliva virgen, de aceite de oliva, o de aceite de orujo de oliva. Se le hace harto complicado dilucidar qué es verdad y qué es mentira. En definitiva, no es culpa del consumidor, que bastante tiene con superar sus desafíos cotidianos. Es comprensible que espere un sector productor comprometido por lograr el mejor fruto, un sector industrial y envasador que aporte valor, una distribución consciente de su relevante papel y una ad- ministración en su rol de juez, que proteja al débil, el consumidor, persiguiendo prácticas de dudosa legalidad.

Si a esa sensación generalizada de los consumidores de que le están engañando, se le suma los actuales precios de record, no es de extrañar que estos opten por un abandono progresivo del consumo, priorizando otras grasas más económicas. Afortunadamente para el sector, el aceite de oliva está en el ADN de millones de españoles, de modo que no conciben otro sustitutivo. Gran aliada aquí nuestra bendita gastronomía mediterránea, porque gracias a ella, el batacazo se amortigua.

EL FUTURO
¿Qué ocurrirá cuando vuelva a llover?
¿cuando tengamos una primavera benigna que traiga lluvia suficiente y temperaturas suaves durante la floración y cuajado del fruto?

Antes de jugar a adivino, es importante echar la vista atrás, para recordar lo aprendido en el pasado. Ya se ha apuntado antes cómo en los últimos quince o veinte años se han sucedido subidas y bajadas de precio, que han traído consigo correlativas contracciones y expansiones del mercado. Los agentes involucrados nunca han encontrado el momento idóneo para establecer unas reglas de juego que permita un desarrollo equilibrado para todos, que irremediablemente tiene que pasar por colocar verdaderamente al consumidor y atenderlo como se merece.

Es evidente que la monolítica visión de revancha en momentos alternos de altos precios y bajos precios entre el sector productor y la industria envasadora no ayuda en nada en la construcción de un escenario sostenible y rentable para todos, en el que la percepción del consumidor se aleje del actual carácter commodity del aceite de oliva.

De ahí que en momentos de altos precios, en vez de seguir con la matraca lastimosa de la sequía, todo el sector debería aprovechar para dar las gracias al consumidor, por seguir apostando por un producto de precio elevado, por su esfuerzo diario por apoyar la agricultura española, el entorno rural, y un modo de vida compartido basado en la excelencia. En definitiva, hacerles ver que lo escaso no es deseable por la teoría de la oferta y la de- manda, sino porque verdaderamente lo vale.

En estas constantes subidas y bajas, me temo que nadie del sector ni de la administración están pensando en el futuro, o al menos no lo parece. Son varios los paneles de consumo que alertan que las nuevas generaciones no tienen tan presente el aceite de oliva. Por la mañana, el desayuno lo solventan con algo de bollería o cereales. Por el mediodía pican algo en su trabajo maratoniano. Y a la hora de cenar, un día pizza, otro comida hindú o japonesa, al siguiente toca cine y hamburguesa, y el finde a la calle. En definitiva, la botella que en el hogar paterno duraba días, ahora dura semanas, o peor aún, meses. El disfrute de una posición privilegiada en la encimera de la cocina es cosa del pasado. En los nuevos hogares, la botella de aceite de oliva se ve relegada a un espacio oscuro dentro de una estantería junto a otros ingredientes envasados. Curiosamente es el mejor sitio para conservar sus propiedades organolépticas, pero desgraciadamente no está allí por ello. Y es sabido por todos que cuanto menos se ve, menos se consume.

No puedo finalizar este artículo sin contar una anécdota que le ocurrió a un amigo en un restaurante hace unos años, antes de la moda de los asadores. Al pedir la comanda le sorprendió tanto leer carne de buey en la carta, que se atrevió a preguntar al dueño que si era buey o verdaderamente era vaca. El dueño le espetó sin rubor que era vaca, pero que él ponía buey como hacían todos.

Más allá de su poca gracia, sí evidencia que hay una víctima recurrente: el consumidor. Sin ayuda por parte de nadie que le aporte certezas sobre lo que consume, es muy probable que la próxima vez quizás opte por no comer carne.

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